Mi madre me contó más de una vez una lamentable historia de sus años mozos. Yo nunca la interrumpía con el clásico "ya me lo contaste", sino que con cada narración descubria nuevos detalles que ponían a estallar mi corazón de tristeza. Se trataba de una vecina de ella, creo que se llamaba Carmen, que se casó un poco mayor y tuvo un solo hijo producto de este matrimonio. Me decía mi madre que no había conocido niño más consentido que aquel, la madre, que chorreaba babas por su tardío retoño, le permitía cualquier cosa. Los vecinos comentaban con disgusto la falta de disciplina, de educación del niño, el cual empezaba por sopapear a la madre, y terminaba por hacerlo con todo el que osara llamarle la atención. Así las cosas, cuando la criatura alcanzó los once años de edad, enfermó repentinamente de poliomielitis (que entonces no tenía cura) y murió. Las palabras no le alcanzaban a mi madre para describir el dolor terrible de la madre, pero yo adivinaba en sus ojos, que se ponían sombríos, oscuros y acuosos toda la magnitud de la tragedia. Me contaba ella que la señora le decía que si viera venir a la muerte por el camino, correría a alcanzarla.Dejó de vestirse, de arreglarse, de comer, se enfermó de la ausencia del hijo idolatrado, y un día la encontraron muerta sobre la cama, con un tabaco en la boca. Nadie supo el dictámen del médico (corrían tiempos difíciles para las personas del campo), pero todos supieron que se había abrazado a la parca, en su afán por partir a donde había marchado el vástago amadísimo.
Es que no hay palabras que puedan definir la grandeza del amor de una madre. Cualquier concepto, por amplio que sea, palidece ante la realidad. Nuestros hijos son el mayor tesoro que alguna vez pudo darnos Nuestro Padre y Creador, son nuestra alegría, nuestra realización, nuestra esperanza, nuestro sueño, la luz que alumbra en medio de la noche de nuestras angustias, nuestra más hermosa perspectiva en un mundo complejo y lleno de retos; son "nuestro ombligo del mundo..." Con la aparición de los hijos se extiende ante nosostros un problema de difícil solución: sabemos que tenemos que prepararlos para la vida, que tenemos que educarlos para el mundo, que sólo serán nuestros por un tiempo y, por ende, no podemos dejarnos llevar por la ternura y el amor sobrenaturales que nos inspiran, sino que tenemos que ser fuertes para poder llevar a buen término esa tarea de titanes que viniera adosada a la placenta en que le dimos el primer abrigo. Pero, cómo hacerlo sin que se desgarre el corazón que insiste en darles cualquier gusto, en malcriarlos, en endiosarlos y convertirlos en pequeños monstruos engreídos merecedores de este mundo y los que faltan por descubrir? Cómo poner orden a este caos de amor equivocado que hace de nuestros pequeños amados unos tiranos, los ombligos del mundo?
En eso consiste el reto. El amor equivocado y egoísta por nuestros hijos puede ser causante de tragedias homéricas. En vez de criar personas honestas, disciplinadas, sencillas y llenas de valores que sean un ejemplo para la sociedad, criaremos seres totalmente disfuncionales, trastornados, enfermos de la burbuja de mentiras en que intentamos mantenerlos a salvo de todo supuesto mal, totalmente seguros de que son mejores que los demás, y que, por tanto, todo el mundo debe inclinar la cabeza a su paso y hacer su santa voluntad. Dioses de pacotilla, rotos, inservibles y antojadizos; muñecones de carnaval sin alma ni criterio propio. Si tan sólo entendemos que nuestro derecho termina donde empieza el del otro, que así como ellos son nuestros ombligos del mundo, otros lo son para otras personas, podremos educarlos para la vida, y no para nosotros. Sé que es difícil, una tarea harto escabrosa, pero en nombre de ese amor sin igual, podemos lograrlo.
Es que no hay palabras que puedan definir la grandeza del amor de una madre. Cualquier concepto, por amplio que sea, palidece ante la realidad. Nuestros hijos son el mayor tesoro que alguna vez pudo darnos Nuestro Padre y Creador, son nuestra alegría, nuestra realización, nuestra esperanza, nuestro sueño, la luz que alumbra en medio de la noche de nuestras angustias, nuestra más hermosa perspectiva en un mundo complejo y lleno de retos; son "nuestro ombligo del mundo..." Con la aparición de los hijos se extiende ante nosostros un problema de difícil solución: sabemos que tenemos que prepararlos para la vida, que tenemos que educarlos para el mundo, que sólo serán nuestros por un tiempo y, por ende, no podemos dejarnos llevar por la ternura y el amor sobrenaturales que nos inspiran, sino que tenemos que ser fuertes para poder llevar a buen término esa tarea de titanes que viniera adosada a la placenta en que le dimos el primer abrigo. Pero, cómo hacerlo sin que se desgarre el corazón que insiste en darles cualquier gusto, en malcriarlos, en endiosarlos y convertirlos en pequeños monstruos engreídos merecedores de este mundo y los que faltan por descubrir? Cómo poner orden a este caos de amor equivocado que hace de nuestros pequeños amados unos tiranos, los ombligos del mundo?
En eso consiste el reto. El amor equivocado y egoísta por nuestros hijos puede ser causante de tragedias homéricas. En vez de criar personas honestas, disciplinadas, sencillas y llenas de valores que sean un ejemplo para la sociedad, criaremos seres totalmente disfuncionales, trastornados, enfermos de la burbuja de mentiras en que intentamos mantenerlos a salvo de todo supuesto mal, totalmente seguros de que son mejores que los demás, y que, por tanto, todo el mundo debe inclinar la cabeza a su paso y hacer su santa voluntad. Dioses de pacotilla, rotos, inservibles y antojadizos; muñecones de carnaval sin alma ni criterio propio. Si tan sólo entendemos que nuestro derecho termina donde empieza el del otro, que así como ellos son nuestros ombligos del mundo, otros lo son para otras personas, podremos educarlos para la vida, y no para nosotros. Sé que es difícil, una tarea harto escabrosa, pero en nombre de ese amor sin igual, podemos lograrlo.
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