TENTACION
AUTOR: MARITZA GOMEZ CRUZ
Esteban Vargas tenía un extraño concepto de la hospitalidad, no muy acorde con su tacañería rayana en el ridículo. Todos lo tenían por el miserable que era, sin embargo él se consideraba a sí mismo persona amable, pues siempre conservaba en su herrumboso refrigerador alguna exquisita golosina para las visitas, cada vez menos frecuentes. A eso se limitaba su bondad. En cuanto a su familia, vivía siempre con hambre, las escasas raciones alimenticias que recibían, no sólo eran de la peor calidad, sino mínimas. Esteban tenía prohibidísimo tocar el dulce en cuestión, y cuando éste se ponía viejo o rancio, se lo comía él, ante las sufridas miradas y las babas colgantes de su mujer e hijo. El niño, que tenía sólo ocho años, abría a hurtadillas el refrigerador, observando con el mayor deleite, en medio de la nada helada, la golosina. A veces, hasta se atrevía a pasar unos de sus sucios deditos por el borde azucarado y chupaba frenético, como si le fuera la vida en ello. Sin embargo, tanto temía a su padre y a las palizas que éste prodigaba por igual a él y a su madre, que ni toda esa terrible tentación que embargaba sus horas de hambruna insomne y sus días de niño triste, lograban hacerle ir un paso más allá del mencionado manoseo.
En cierta ocasión en que jugaba con barro en el patio, hambriento como siempre, observó que las moscas hacían coro cerca de algún objeto depositado en el suelo de la terraza vecina, pero sin acercarse mucho, lo cual llamó su atención, y hacia allá se dirigió; cuál no sería su sorpresa: allí, como una aparición celeste, sobre una bandeja plástica, estaba la más deliciosa torta que hubiera contemplado jamás, repleta de merengues, azúcar flagelada, chocolates y fresas almibaradas. El estómago del niño experimentó un revolcón súbito, una angustia de muerte que nubló sus sentidos y le impidió pensar en otra cosa que no fuera apropiarse de la golosina para saciar su hambre ancestral, para mitigar un poquito sus frustraciones de pequeño marcado por la miseria más espantosa, la del alma de un padre constituído en cruel verdugo, para suplir un tantito su necesidad de endulzar, siquiera por un día, su triste existencia de desnutrido. Y como alma en pena, agarró el dulce, perdiéndose en el maizal cercano, mientras devoraba la torta que no le pareció tan dulce como creía, en tanto que de la cocina vecina salía una señora con paso reumático, musitando con voz llena de rencor que ojalá que la maldita rata que estaba asediando su despensa habiera caído en la trampa azucarada que le había tendido, en forma de torta rellena de arsénico.
AUTOR: MARITZA GOMEZ CRUZ
Esteban Vargas tenía un extraño concepto de la hospitalidad, no muy acorde con su tacañería rayana en el ridículo. Todos lo tenían por el miserable que era, sin embargo él se consideraba a sí mismo persona amable, pues siempre conservaba en su herrumboso refrigerador alguna exquisita golosina para las visitas, cada vez menos frecuentes. A eso se limitaba su bondad. En cuanto a su familia, vivía siempre con hambre, las escasas raciones alimenticias que recibían, no sólo eran de la peor calidad, sino mínimas. Esteban tenía prohibidísimo tocar el dulce en cuestión, y cuando éste se ponía viejo o rancio, se lo comía él, ante las sufridas miradas y las babas colgantes de su mujer e hijo. El niño, que tenía sólo ocho años, abría a hurtadillas el refrigerador, observando con el mayor deleite, en medio de la nada helada, la golosina. A veces, hasta se atrevía a pasar unos de sus sucios deditos por el borde azucarado y chupaba frenético, como si le fuera la vida en ello. Sin embargo, tanto temía a su padre y a las palizas que éste prodigaba por igual a él y a su madre, que ni toda esa terrible tentación que embargaba sus horas de hambruna insomne y sus días de niño triste, lograban hacerle ir un paso más allá del mencionado manoseo.
En cierta ocasión en que jugaba con barro en el patio, hambriento como siempre, observó que las moscas hacían coro cerca de algún objeto depositado en el suelo de la terraza vecina, pero sin acercarse mucho, lo cual llamó su atención, y hacia allá se dirigió; cuál no sería su sorpresa: allí, como una aparición celeste, sobre una bandeja plástica, estaba la más deliciosa torta que hubiera contemplado jamás, repleta de merengues, azúcar flagelada, chocolates y fresas almibaradas. El estómago del niño experimentó un revolcón súbito, una angustia de muerte que nubló sus sentidos y le impidió pensar en otra cosa que no fuera apropiarse de la golosina para saciar su hambre ancestral, para mitigar un poquito sus frustraciones de pequeño marcado por la miseria más espantosa, la del alma de un padre constituído en cruel verdugo, para suplir un tantito su necesidad de endulzar, siquiera por un día, su triste existencia de desnutrido. Y como alma en pena, agarró el dulce, perdiéndose en el maizal cercano, mientras devoraba la torta que no le pareció tan dulce como creía, en tanto que de la cocina vecina salía una señora con paso reumático, musitando con voz llena de rencor que ojalá que la maldita rata que estaba asediando su despensa habiera caído en la trampa azucarada que le había tendido, en forma de torta rellena de arsénico.
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