Por su vientre fetal han pasado tantos recuerdos que sobrevivieron a las pesadillas de una era de hecatombes infantiles que ella quisiera borrar con la pureza de la maternidad, pero insisten en quedarse como lapas, prendidas a sus más íntimas percepciones, en esa vida desgreñada, oscura, cruel que le tocara vivir desde que la dejaran paria y sufriente al borde mismo de todos los cataclismos que promueve el abandono infantil, desde que la tiraron como un fardo cualquiera en manos del primer hombre abyecto de su vida, su padre, que a su vez la fue pasando de boca en boca, para que se comieran lo poco que restaba de su naturaleza destruída por dentro, y a pesar de todo, turgente en apariencias desde una muy temprana edad, y que contribuyó a hacer su dolor mucho peor, en la lascivia despertada una y otra vez por su figura de diosa, mitad griega, mitad divina que la hizo revivir los mil dolores que le inocularon desde que la parieron a un mundo totalmente adverso, sin asomo de ternura, cada día, cada noche de su calvario.
Entonces llegó su propia maternidad pujante, que la hizo reventar de impresiones y sentimientos nuevos. Casi pensó que si lograba invertir la historia en ese rayo de esperanza que se movía en su vientre, sus propios temores dejarían de morderle el alma de esa manera tan tenaz que la devastaba; y soportó sin quejas la violación a que la sometieron, de la que no la salvó ni su vientre a punto de estallar, porque aquellos hombres estaban enfermos de ella, no se saciaban de su lujuria por más que pasara el tiempo, por mucho que se esforzara, y el primero, aquel que decía ser su padre, y que quizás sólo fuera un número en la lista de aquella que decía ser su madre, y de la que no se acordaba siquiera. O sí, se acordaba de cómo se fue un día, sin mirar atrás, sin escuchar el lamento de su agonía perenne.Y cuando le llegó la hora del parto, cuando constató que había tenido un hija y vio la mirada turbia de su padre posarse en la bebé y la risa sardónica, putrefacta de alcohol con que recibió la llegada de la que debía ser su nieta, se levantó, tomo a su hija y, con el valor que otorga a una fiera la maternidad recién estrenada, destrozó a dentelladas al despojo humano que era su padre, y con la boca aún ensangrentada, vacilante por el esfuerzo, se marchó, con el pequeño y sollozante bultito hacia donde salía el Sol.
Entonces llegó su propia maternidad pujante, que la hizo reventar de impresiones y sentimientos nuevos. Casi pensó que si lograba invertir la historia en ese rayo de esperanza que se movía en su vientre, sus propios temores dejarían de morderle el alma de esa manera tan tenaz que la devastaba; y soportó sin quejas la violación a que la sometieron, de la que no la salvó ni su vientre a punto de estallar, porque aquellos hombres estaban enfermos de ella, no se saciaban de su lujuria por más que pasara el tiempo, por mucho que se esforzara, y el primero, aquel que decía ser su padre, y que quizás sólo fuera un número en la lista de aquella que decía ser su madre, y de la que no se acordaba siquiera. O sí, se acordaba de cómo se fue un día, sin mirar atrás, sin escuchar el lamento de su agonía perenne.Y cuando le llegó la hora del parto, cuando constató que había tenido un hija y vio la mirada turbia de su padre posarse en la bebé y la risa sardónica, putrefacta de alcohol con que recibió la llegada de la que debía ser su nieta, se levantó, tomo a su hija y, con el valor que otorga a una fiera la maternidad recién estrenada, destrozó a dentelladas al despojo humano que era su padre, y con la boca aún ensangrentada, vacilante por el esfuerzo, se marchó, con el pequeño y sollozante bultito hacia donde salía el Sol.
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