Eduviges nació a principios de los años cincuenta de la última centuria, y enseguida fue notoria su gran inteligencia. Celebraban a la nena por doquier que pasaba su familia, tan graciosa era que hasta el Alcalde del pueblo solía prodigarle sus mimos y llenarla de regalos caros. Y así creció, cada vez más pagada de su talento. Con los años se fue desarrollando como se esperaba, se destacó en las artes y la literatura, pintaba y escribía con igual destreza, y ya no era novedad escuchar los elogios que sobre ella vertían todos los que la conocían. No era raro que, en saliendo sus libros de las casas editoriales, se agotaran con una prontitud que le rindió muchos dividendos. Podría decirse que el éxito le colaboraba de una manera abrumadora , tanto que comenzó a sentir cierta fastidiosa soberbia que la colocó sólo una rayita más abajo que el propio Dios. Así fue que empezó todo, ni siquiera fue algo estudiado, calculado. Llegó el momento en que se sintió un ser único, en toda la extensión de la palabra, cualquier sentimiento que experimentara iba dotado de una buena dosis de superioridad: Si se trataba de ser caritativos, ella lo era más que cualquiera; si se hablaba de música, su preferida era la mejor; en cuanto a bailes,¿ quién danzaba mejor que ella cualquiera de los ritmos de moda, e incluso los valses y cabriolas antiguas? El folclore de su país era, por supuesto, inigualable. Si de casualidad se tocaba la historia como referencia, no permitía, en modo alguno, que ninguna de sus radicales posturas fuera enjuiciada, defendía con todo el calor de su soberbia mal revestida de patriotismo, sus puntos de vista. No era, por así decirlo, una necia cualquiera, era necia, sí, pero con una necedad que confundía y apabullaba. De este tenor devino en la mujer más pulcra, la de moral más fina,la más creativa, la de mayor agilidad mental, la activista más sólida, la mujer perfecta, sin mácula, sin vicios, sin culpas, se convirtió, por definirlo de algún modo, en la humildad hecha carne, una humildad almibarada de tan perfecta, de tan absurda y poco creíble, una humildad que azotaba, más que comprendía, una humildad que restaba, jamás restauraba, una beata que perdió, a fuerza de creer en sus artilugios, en su mundo de mentijirillas y subterfugios, en sus fantasías megalómanas, el sentido de todo. Cuando su último libro no pudo vender ni un solo ejemplar, y su hijo más pequeño le pidió enseñarle ciertos recursos del programa Excel y no pudo, porque nada sabía al respecto, todo se desmoronó. El castillo de naipes se vino abajo, se encerró a cal y canto en su hogar, y sólo salía furtivamente, en busca de los alimentos para luego encerrarse de nuevo. Con el último hijo que abandonó la casa, entró en ella la sinrazón total: un montón de gatos y perros le acompañaron en sus últimos años, los mismos que aullaban lastimosamente el día que la policía irrumpió en su hogar mugriento, debido a que algunos vecinos informaron a la institución que, posiblemente "la vieja loca del 424" había muerto, por el olor que del sitio emanaba, y por los pájaros carroñeros que comenzaban a columpiarse en las ramas del nogal del patio.
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