sábado, 31 de agosto de 2013

Conflicto

Benedicta se enamoró realmente de Federico, el industrial más próspero del pueblo. A él dedicó todo su amor, su fidelidad, sus minutos y hasta sus miedos. Tuvo la dicha de ser correspondida en la medida en que un hombre elegante, rico, y criado entre dinastías de machistas, puede serlo.Le parió seis hijos robustos y hermosos, a los cuales crió personalmente, y las criadas de la casa tenían que quitarle el plumero de las manos porque insistía en hacer algo provechoso. Benedicta había sido la joven más bella de la pequeña localidad que la viera nacer y en la que había transcurrido toda su vida. Y también la más pobre de entre todas las muchachas en edad de merecer, cuando Federico Junior fijó sus ojos en ella y la eligió, a pesar de los ojos retorcidos de su madre y de la evidente desaprobación del padre. Una vez instalada en el palacete en el que podrían fácilmente vivir cinco o seis familias, comenzó para ella una vida llena de felicidad, pero ensombrecida por la certeza de estar en el lugar equivocado, llena de aprensión cada vez que sus ojos se encontraban con los de su suegra, repletos de rencor de clase ultrajada; o con la figura enorme del suegro, que llegó a quererla, pero jamás lo demostró. Espiaba a hurtadillas la más mínima de las reacciones de su marido, en la seguridad de que, un día u otro, la echaría de su lado, llena del bochorno de un matrimonio que no cuajaba con la posición social del ricachón. En el inmenso armario de su habitación, en la parte más oscura mantenía preparado el pequeño maletín que se trajo, para no tener que pasar por la verguenza de preparativos de última hora. Así transcurrienron 50 años de matrimonio en los que, ni un solo día, dejó de sentirse inferior y con la puerta de la calle como opción justa, equitativa.A la par que crecía su desazón, menguaba su figura. Se había convertido en una viejecilla insignificante, de cuya belleza sólo restaban los ojos magníficos, a pesar de la zozobra. Con el tiempo murieron su suegra, su suegro y, finalmente, también murió su marido, llevándose con él la poca cordura que le quedaba a la infeliz que,  en cuanto vio entrar por la puerta principal al notario encargado de leer el testamento del fallecido, voló escaleras arriba, buscó entre tembleques el viejo maletín que se deshacía de tan destartalado y, echándoselo al hombro salió de la que nunca fue sus casa por la calle principal, hacia el infinito.

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