Amanezco cada día con igual impaciencia, no veo las santas horas que sean las 11 y 50 p.m. Todo lo que hago es rutinario, me levanto, me visto, voy al trabajo, almuerzo, como si de una agenda impostergable se tratara, actos inconscientes que persiguen un único objetivo: que pase el tiempo, lo más rápidamente posible para que una vez más, faltando diez para las 12.00 a.m, viva segundos de dicha inenarrable, la fantasía de un imposible que ya no lo es tanto, la devolución de los latidos al corazón y las mariposas al estómago. Los minutoa pasan a cuentagotas, miro el reloj, las cinco y media, y al cabo de las que me semejan tres horas más, sólo son las 6-tiempo de partir a por el metro, en medio de oleadas humanas que me empujan y maltratan, aunque yo nada siento, a fuer de ser sinceros-. Luego el viaje largo, larguísimo, en medio de olores imposibles de ignorar, hasta que finalmente me catapulto desde la estación hasta las calles tranquilas de mi barriada, por las que camino despacio, aspirando a todo pulmón el olor del silencio. Me demoro a propósito, voy catando cada cambio del entorno, como si de un vino muy costoso se tratara. Al llegar a mi casa no subo todavía a la segunda planta, al santuario- así lo he bautizado porque es de ese modo que lo percibo-me quedo en la cocina, preparando platos que me enseñara, aunque no me quedan tan buenos como a ella. Luego, miro la tele sin ver, es decir, sólo veo figuras, contornos, objetos y escucho sonidos que no tienen significado alguno para mí; lo importante es que pase el tiempo, rápido, no tanto como yo quisiera, pero va pasando. A las once subo al santuario y me doy una ducha larga, me perfumo y me visto con el pijama que me regaló por Navidades, ese mismo, el satinado, el suave como su piel, el que huele a incienso, a rosas moribundas que andan entregando lo que queda de su esencia. Faltando 15 para las doce, me recuesto al ventanal de vidrio de mi habitación, desde el que puedo ver toda el área de parqueo. El corazón redobla su compás, tac-toc-tac-toc, se me quiere salir del pecho. Entonces, faltando diez para las 12 a.m veo su camioneta entrando y estacionándose donde siempre. Casi agónico, la veo descender del auto, bella, armoniosa, celestial, como siempre, como cada día, caminando sin prisa sobre sus altos tacones con soltura, sin embarazo o duda alguna. Luego escucho con toda nitidez el tintineo de las llaves al abrir la puerta de entrada, y su paso inconfundible por las escaleras, en el pasillo, abriendo la puerta de su habitación. Desde la mía percibo cada movimiento, los ruiditos minúsculos que se producen cuando se despoja de accesorios y ropas. En un par de ocasiones, he cedido a la tentación de ir hasta su puerta y abrirla para charlar un rato, pero no la encuentro por parte alguna, así que ahora ya no lo hago más, prefiero mirarla desde los cristales de mi habitación, quedarme con el tintineo de sus llaves y el toc-toc de sus tacones en el parquet del pasillo; a la postre, sólo tengo ese consuelo, eso, y el de visitarla cada domingo en su tumba.
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