La gente le llamaba doctor Corazón. Había llegado a la pequeña ciudad repleta de balnearios y negocios prósperos, precedido de sus muchos títulos, que ocupaban toda una pared y competían, en número, con las ventanas del edificio donde radicaba su consultorio. Muy pronto todas las señoras adineradas del lugar fueron sus visitantes más asiduas, hartas como estaban de gastarse el dinero en botox, silicona y ropas de marca, sin que por ello sus maridos les hicieran el más mínimo caso, ocupados como andaban en engrosar sus cuentas bancarias y en seducir mujeres mucho más jóvenes y bonitas. El doctor Corazón era un hombre alto, un garañón con ojos repletos de enigma y un discurso melifluo, convincente, arrullador, que no sólo les daba par de consejos ininteligibles a las desafortunadas, sino que sabía cómo acariciar sin tocar, como besar, sin que mediaran los labios, y, llegado el caso, también podía hacer "demostraciones prácticas" de sus teorías amatorias. Fue todo un furor, nadie era más reconocido, asediado y celebrado en los ámbitos chic, todas las señoras morían por su atención, por una consulta, nadie parecía darse cuenta de que los ya estratosféricos honorarios subían por día, todas pagaban, sin negociar, se entregaban confiadas, como palomitas sin defensa. Para cuando la fama del doctor Corazón empezó a decaer, puesto que a ojos vistas sus consejos no servían para nada, toda vez que los maridos de la infortunadas continuaban persiguiendo nuevos negocios y faldas cortas, se rumoraba que el hombre debía tener sus buenos dos millones de dólares en una cuenta bancaria, en un punto desconocido del universo.Y un buen día, haciendo galas de sus dotes de mago, desaparecieron él, el consultorio y los múltiples títulos, sin que nadie supiera hacia dónde habían enfilado rumbo. Ya la ciudad comenzaba a olvidarlo del todo cuando un campesino venido del interior, capataz de una de las haciendas de un ricachón local, vio, por casualidad, una de las fotos desgajadas de un palo,parte de la vieja propaganda que había sacudido a la ciudad hacía apenas meses. El hombre en cuestión reconoció al de la foto como uno de sus coterráneos, un palurdo sin mucha educación que ni siquiera había terminado sus estudios medios, y que había desaparecido del pueblo sin que nadie supiera cómo, cuándo y por qué. Afirmaba el zafio, entre carcajadas estentóreas, que si el tal era doctor, ya podía él proclamarse senador de la república, que al hombre sólo se le conocía como guirero de un conjuntico campesino que solía amenizar los guateques en su pueblo, y que constituían la única diversión de aquel sitio olvidado del mundo.
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