Ya todo estaba listo para el gran evento que tendría lugar en la Iglesia de la Merced, el 28 de diciembre (Día de los Santos Inocentes), a las 5:00 p.m. La ciudad reverberaba con la noticia, no todos los días se casaban dos tan guapos, tan exitosos, tan populares. Él era el periodista farandulero de moda, cuya opinión respetaban hasta los más viejos en el negocio amarillista. Ella, por su parte, empresaria millonaria, descendiente de una familia de mucha tradición y abolengo. Eran una par de criaturas bellas, por parte de natura, y por parte del dinero, la gran oportunidad de hacer realidad, al menos por un día, el cuento de hadas; de ahí que hasta las gruesas matronas que destilaban grasa por todos los poros del cuerpo se sintieran un poco identificadas con tanta felicidad y perfección; y que los caballeros más enclenques del gremio masculino suspiraran, con cierta presunción y brillo desmesurado en las miradas, rotas a fuerza de contratiempos. Día a día, la población seguía con gran expectación todas las noticias de los diferentes medios acerca del bochinche de élite que sacudiría a la región, un poco cansados también por las ya consabidas notas acerca de la crisis mundial, las tasas de desempleo, el contrabando de drogas, los asesinatos y otros rostros llenos de fealdad que eran el pan de cada día. Todos los medios de comunicación hicieron su zafra particular en ese entonces, nunca se había vendido tanto una novedad como la que estaba en curso, y para el día en cuestión, y a pesar del frío que helaba hasta el aliento, los convidados repletaron la parroquia, y los menos afortunados se apiñaron en los alrededores para observar, desde pantallas gigantes, la ceremonia. En segundos la leyenda se hizo realidad tras muchos metros de tules, gasas y encajes con que apareció ataviada la novia, que más parecía ángel que persona- tanto era el brillo que de ella emanaba-, y el novio, no menos hermoso y feliz. Se podía oir volar las moscas a medida que avanzaba la ceremonia, sólo los suspiros de las más noveleras osaban perturbar aquella especie de suspensión del tiempo momentánea. Así las cosas, y un poco teatralmente, se avino el cura a preguntar si alguno de los presentes tenía algún inconveniente para que aquel matrimonio no se realizase,que de ser así hablara o callara para siempre, momento solemne éste en que el silencio se agudizó aún más, si esto era posible. Y justo en ese instante entró a todo correr un hombre, por el pasillo sembrado de flores de la iglesia, gritando a voz en cuello que el tenía algo que decir al respecto. Las personas, empezando por los novios, comenzaron a sudar, a pesar del frío intenso. Alguno hubo que hizo ademán de callar al inoportuno a la fuerza, pero que se desanimó en el impulso, ante la tremenda gravedad del asunto. Todos estaban suspendidos, las mujeres lloraban en silencio, y los hombres se comían los bigotes, de puro nerviosos. A la madre de la novia hubo que sacarla, desmayada y pálida, como muerta. Entonces, ante la mirada inquisitiva del sacerdote, el hombre avanzó hasta el altar, se puso de cara a los asistentes, y con toda la fuerza de que fue capaz gritó: INOCENTES, JAJAJAJAJAJA!!
Más tarde la policía, que salvó de una gran paliza al bromista, informó que éste no era otro que un borracho perdido, que por lo menos llevaba ingeridas en ese día dos cajas de cervezas, "a la salú de loj novio"