La subasta transcurría de forma monótona, ese día no había piezas de gran valor, de esas que persiguen los coleccionistas y los mercanchifles de toda laya por el globo terráqueo. Mas el ambiente era agradable, el aire acondicionado librando a todos del molesto sudor, las butacas mullidas invitando al relax, al descanso, y camareros incansables circulando con bocadillos y bebidas refrigeradas, nadie se sentía mal por perder su tiempo en cosas de poca monta, los organizadores se habían esforzado para que así fuera, y ninguno de los asistentes se había retirado del evento. Haría cosa de tres horas que había comenzado la misma cuando el atildado caballerete que la dirigía puso a funcionar una música con redobles de tambor, que hizo que todo el mundo se reacomodara en sus asientos y prestara mayor atención. Cuando tal sucedía era porque la pieza que se subastaría sería la más valiosa, la que siempre dejaban para el final. Efectivamente, un ayudante entró cargando una especie de termómetro gigante que ajustó convenientemente a una mesa, allí plantada para tales efectos. En el termómetro se podían apreciar cifras del uno al cien, todas convenientemente enlazadas a unas rayitas rojas. Luego de esto el subastador, micrófono en mano, procedió a explicar que la pieza que se subastaría era "sui generis", y que el precio era lo que menos contaba, pues lo realmente importante era el amor que supiera demostrar el interesado por la misma poniendo su mano sobre el termómetro que inmediatamente dejaría saber el resultado. Como prueba, el hombrecillo sacó una foto de su hijo y dijo que el ofrecía todo su dinero por él; luego colocó su mano sobre el termómetro y, efectivamente, este se elevó hasta los cien grados en menos de lo que los asombrados asistentes pestañeaban. El público en general estaba en éxtasis, qué prenda sería aquella que pudiera despertar en ellos tamaña catarsis de amor como para que le fuera adjudicada? Entonces, el asistente entró y todos quedaron estupefactos. Semiacostado en una silla de ruedas se podía ver a un viejecillo esmirriado, tan pálido que más parecía muerto que vivo, de ojos asustados y mirada perdida. El subastador procedió a colocarlo al lado del termómetro, y a continuación explicó en que consistía el reto. El hombre de la silla de ruedas no era otro que el multimillonario Sam Redford, cuyas posesiones apenas podían ser contadas, y mucho menos a cuánto ascendía en metálico el monto de las mismas: empresas, mansiones, aviones particulares, yates, joyas valoradas en cientos de millones, hasta una isla particular. La persona a la que le fuera adjudicada la guarda y custodia del anciano no tendría que ofrecer mucho, bastaba con una moneda, y a cambio sería el dueño absoluto de toda la fortuna del anciano, a la muerte de este; pero, el termómetro tenía la última palabra, de nada serviría ofrecer toda la cantidad de dinero de que pudieran disponer los múltiples asistentes al evento, este sólo sería adjudicado al que más amor pudiera demostrar por el viejecillo en cuestión. La gente deliraba de codicia, todas las manos se levantaban ofreciendo más y más, pero una vez que pasaban por la prueba del termómetro no eran capaces de hacer que este subiera ni un grado. La expectación, la decepción y el deseo de poder quedarse con aquella pieza subían cada vez más de tono. Pero nada, ni uno solo de los interesados lograba pasar la prueba del termómetro. La gente había comenzado a sudar y a tildar a los organizadores de la subasta de fraude, y el ambiente por minutos se ponía más y más denso. Entonces entró él, un joven vestido y calzado muy pobremente, con ojos arrobados y un poco cohibido, pidiendo con voz casi inaudible le permitieran pasar la prueba. Todos comenzaron a reír y a mofarse del muchacho, que sólo tenía ojos para el anciano, unos ojos tan diáfanos y llenos de amor que poco a poco fueron iluminando la sala y haciendo que la gente callara y siguiera el curso de los acontecimientos sin apenas respirar. Cuando el chico colocó su mano sobre el termómetro, sin dejar de mirar al anciano, éste subió, en un santiamén, hasta los cien grados. El público asistente rompió en aplausos, y al ancianito en la silla de ruedas se le subieron los colores al rostro, como si acabara de nacer, y de su mirada perdida brotaron lágrimas como lagunas. El joven se le acercó y le dio un beso largo en las mejillas rugosas. Y cargándolo como si de un bebé se tratara, se dispuso a salir del lugar. Entonces, el subastador le dijo que esperara, que faltaba un último trámite, pues no bastaba con el amor que, como todos habían podido observar, le profesaba al anciano, que además debía ofrecer lo que pudiera, así fuera sólo una moneda.Entonces el joven, dirigiéndose a todos los presentes, dijo:
- Yo nada tengo para ofrecer, soy un simple sirviente, pero el Señor que me manda me pidió que le dijera que ya El pagó hace mucho tiempo, más de dos mil años ha, y que el precio acordado no puede ser superado por nada ni nadie, ya que El ofreció y pagó con su propia vida.
Y dejando a todos sin saber qué decir, salió hacia la noche que ya comenzaba a caer.