Cuando el ujier anunció que el venerable juez Graham presidiría el juicio, todos a una se levantaron de sus asientos con respeto y admiración en los ojos. El juez Graham pasaba de los sesenta años, pero aún impresionaba a todos por su enorme estatura, su cabellera y barba blancas y abundantes, y el color intenso de sus ojos. No era un juicio cualquiera, era "el juicio", probablemente el más importante del condado en los últimos 50 años. La hermosa abogada Ethel Ferguson, de tan sólo 26 años había sido encontrada en un basurero, con sus inmensos ojos azules abiertos, llenos de horror, violada y asesinada. Ethel Ferguson no sólo era una abogada graduada de Harvard, muy talentosa, que en el curso de su corta carrera se había granjeado la admiración de todos por su agudeza en las defensas de sus múltiples clientes, sino era además la hija única del fiscal del distrito, James Ferguson. Era un secreto a voces que la causa del crimen era la venganza de un capo de la mafia, que años atrás había sido enviado a prisión por el fiscal Ferguson, y que ahora se encontraba frente al tribunal como máximo sospechoso, ya que todas las pruebas recopiladas apuntaban a él. El descaro del delincuente era palpable, se había encargado de que se supiera bien que había sido él el autor del crimen, y que su dinero haría que , a pesar de ello, saliera absuelto. Había contratado al lobo de lobos de entre los abogados, un leguleyo rufián que no se conmovía ni un ápice por la justicia, todo lo contrario, sólo el grosor de su cuenta bancaria despertaba en él un esbozo de sonrisa. Por otra parte, el fiscal Ferguson en persona se encargaba de representar al estado, como parte acusadora. Y también había otro elemento que le añadía sazón al entuerto, el juez Graham y el fiscal Ferguson se odiaban a muerte, no se sabía el porqué, pero era muy notorio el desdén que primaba en cualquiera de sus encuentros, y que apenas conseguían disimular. La expectación estaba en su punto más alto, el jurado ya había escuchado a todas las partes, y sólo quedaba que tomaran su decisión. Hacía más de una hora que se habían retirado a deliberar, y aún no salían. Cuando finalmente ocuparon el estrado, el juez Graham les preguntó si ya habían llegado a un acuerdo, y ellos así lo afirmaron. El ujier trajo el veredicto, el juez lo abrió, y antes de pronunciar palabra alguna se le vio quedar muy pálido, con la mirada perdida y un sudor que comenzó en su frente, y que se hizo extensivo al resto del cuerpo. Haciendo acopio de valor leyó que el jurado, por un estrecho margen de mayoría, declaraba al reo inocente del crimen. Al capo se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja, entre muchas caras serias que no daban crédito a lo que habían escuchado.Fue entonces que la trama tomó un tinte para el que nadie en absoluto estaba preparado. El juez Graham metió la mano por debajo de la toga y extrajo una pistola que parecía de juguete, pero que dejó muerto, de un certero disparo al corazón, al bandido, borrándole la risa llena de burla, e imprimiendo en el rostro entero un rictus de incredulidad y miedo.Luego, el juez Graham tiró la pistola a sus pies y levantó los brazos en señal de entrega. Nadie pudo arrancarle una sola palabra, su figura enorme, un tanto encorvada y su cabellera blanca parecían ocupar toda la sala, y cuando miró a la muchedumbre con sus inmensos ojos azules, resolutos y en paz, se convirtió en el héroe de la jornada.