sábado, 7 de septiembre de 2013

Matrimonio a la italiana

Era la única familia de italianos de aquel pueblo. Nadie les llamaba por sus verdaderos apellidos- de hecho los ignoraban-, todo el mundo les conocía por los Melcocchone. En aquella remota región del cono suramericano, la mayor diversión era la chanza, nadie se salvaba de la picardía popular, y  la familia Melcocchone no era la excepción. Les llamaba así porque Pietro, el hijo de Sigfrido Paniagua (EPD), tenía una cabellera lacia, color melcocha que era una delicia. Pietro era un hombre de treintaitantos años, robusto, con los bíceps, triceps y hasta el cerebrix muy desarrollados a fuerza de una rutina de ejercicios diarios. Era por demás un hermoso ejemplar , de ojos azules, piel dorada y escasas entendederas, por el que suspiraban todas las campesinas del lugar. Contrariamente a lo que deseaban las mozuelas, se casó, de manera sorpresiva con María Vagginola, la otra italiana que había arribado al pueblo años atrás como traductora de los ejecutivos de una planta bananera, que zozobró y cerró en un tiempo record, dejando a la joven sin un penique con el que regrasar a su Toscana natal, motivo por el cual se empleó como dependienta de un bar. La chica era de cascos ligeros, había tenido muchos amoríos con los mozalbetes del poblado, razón por la que, en un principio, los lugareños la bautizaran como María Vagina Alegre, para después cambiárselo por el más italiano Vagginola. Además de su esposa, Pietro compartía el hogar con su madre, Anna Crettinola, su tío, Primo Papaggione (innecesarias las aclaraciones), y los hijos habidos del matrimonio, Arno y Andreas Melcocchone, así como las mellizas Mina y Martanela Melcocchone. Pietro regentaba el  negocio familiar, un pequeño gimnasio que venía a ser el paliativo más atractivo en el ostracismo de aquel punto perdido del mapa y, entre su trabajo que le ocupaba el día, y exhibir su cara anatomía por las cuatro calles del poblado, pasaba el tiempo en armonía consigo mismo, que era lo importante. Su esposa, María Vagginola, a la cual le sobraba la sagacidad que le faltaba a su consorte, se encargaba de alimentar el ego de éste, de modo que desviara la vista hacia  intereses menos profanos, en tanto ella retozaba con los jóvenes lujuriosos del lugar. Así las cosas, a este fin del mundo llegaron los representantes de un laboratorio médico dedicado a encontrar donantes masculinos para la fertilización in vitro de mujeres que podían pagarse el lujo de comprarse un hijo, y cuyos esposos no tenían la capacidad para embarazarlas. La propia María Vagginola embulló a Pietro Melcocchone para que se hiciera donante, pues-decía- semejante caballo de raza no debería desperdiciar la oportunidad que se le presentaba de perpetuarse  en muchas crías, a la par que engrosaba el peculio familiar, no del todo solvente. Pietro, que en todo obedecía la sapiencia de su mujer,se presentó a los laboratoristas con cara de larvas pálidas y batas blancas, impecables, para que le hicieran los exámenes de rigor. Para su sorpresa, al día siguiente le comunicaron que, lamentablemente, sus esperamtozoides  eran todo lo contrario de su apariencia física, es decir, vagos, débiles, impropios, poco desarrollados, vaya, inservibles. El pobre de Pietro, cabizbajo y cariacontecido sólo pudo correr a su casa para informarle a su esposa, María Vagginola que lamentaba no poder hacerse con ese dinerito con el que habían especulado regalarse unas vacaciones en Buenos Aires, que lo perdonara por el descalabro, y que le prometía  esforzarse más de lo que hasta entonces se había esforzado para regalarle a su cara esposa aquel viajecito por el que suspiraba.

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