sábado, 14 de septiembre de 2013

Génesis de un culpable

La rabia es una
serpiente albina
entre pájaros agoreros,
es un  corcel de fuego
con ojos de metralla
y fauces de cancerbero,
la rabia es la peor estirpe
de muchas generaciones
de promiscuos,
de desarraigados,
de leones con hambre
y ego de rufianes.
La rabia es el mequetrefe
de mente de corcho,
y verbo de aguardiente,
es un ente pequeñajo,
hecho de ruindades,
de venenos del Nilo,
y de alquimia escarlata.
La rabia es nuestro tirano,
nuestro bandido,
nuestro estigma,
vergüenza y soliloquio
preñado de altruismo
de mentijirillas.
Ah, la rabia...
 

sábado, 7 de septiembre de 2013

Matrimonio a la italiana

Era la única familia de italianos de aquel pueblo. Nadie les llamaba por sus verdaderos apellidos- de hecho los ignoraban-, todo el mundo les conocía por los Melcocchone. En aquella remota región del cono suramericano, la mayor diversión era la chanza, nadie se salvaba de la picardía popular, y  la familia Melcocchone no era la excepción. Les llamaba así porque Pietro, el hijo de Sigfrido Paniagua (EPD), tenía una cabellera lacia, color melcocha que era una delicia. Pietro era un hombre de treintaitantos años, robusto, con los bíceps, triceps y hasta el cerebrix muy desarrollados a fuerza de una rutina de ejercicios diarios. Era por demás un hermoso ejemplar , de ojos azules, piel dorada y escasas entendederas, por el que suspiraban todas las campesinas del lugar. Contrariamente a lo que deseaban las mozuelas, se casó, de manera sorpresiva con María Vagginola, la otra italiana que había arribado al pueblo años atrás como traductora de los ejecutivos de una planta bananera, que zozobró y cerró en un tiempo record, dejando a la joven sin un penique con el que regrasar a su Toscana natal, motivo por el cual se empleó como dependienta de un bar. La chica era de cascos ligeros, había tenido muchos amoríos con los mozalbetes del poblado, razón por la que, en un principio, los lugareños la bautizaran como María Vagina Alegre, para después cambiárselo por el más italiano Vagginola. Además de su esposa, Pietro compartía el hogar con su madre, Anna Crettinola, su tío, Primo Papaggione (innecesarias las aclaraciones), y los hijos habidos del matrimonio, Arno y Andreas Melcocchone, así como las mellizas Mina y Martanela Melcocchone. Pietro regentaba el  negocio familiar, un pequeño gimnasio que venía a ser el paliativo más atractivo en el ostracismo de aquel punto perdido del mapa y, entre su trabajo que le ocupaba el día, y exhibir su cara anatomía por las cuatro calles del poblado, pasaba el tiempo en armonía consigo mismo, que era lo importante. Su esposa, María Vagginola, a la cual le sobraba la sagacidad que le faltaba a su consorte, se encargaba de alimentar el ego de éste, de modo que desviara la vista hacia  intereses menos profanos, en tanto ella retozaba con los jóvenes lujuriosos del lugar. Así las cosas, a este fin del mundo llegaron los representantes de un laboratorio médico dedicado a encontrar donantes masculinos para la fertilización in vitro de mujeres que podían pagarse el lujo de comprarse un hijo, y cuyos esposos no tenían la capacidad para embarazarlas. La propia María Vagginola embulló a Pietro Melcocchone para que se hiciera donante, pues-decía- semejante caballo de raza no debería desperdiciar la oportunidad que se le presentaba de perpetuarse  en muchas crías, a la par que engrosaba el peculio familiar, no del todo solvente. Pietro, que en todo obedecía la sapiencia de su mujer,se presentó a los laboratoristas con cara de larvas pálidas y batas blancas, impecables, para que le hicieran los exámenes de rigor. Para su sorpresa, al día siguiente le comunicaron que, lamentablemente, sus esperamtozoides  eran todo lo contrario de su apariencia física, es decir, vagos, débiles, impropios, poco desarrollados, vaya, inservibles. El pobre de Pietro, cabizbajo y cariacontecido sólo pudo correr a su casa para informarle a su esposa, María Vagginola que lamentaba no poder hacerse con ese dinerito con el que habían especulado regalarse unas vacaciones en Buenos Aires, que lo perdonara por el descalabro, y que le prometía  esforzarse más de lo que hasta entonces se había esforzado para regalarle a su cara esposa aquel viajecito por el que suspiraba.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Paradigma

Al principio sólo atisbaba por entre las cortinas de grosor y color indefinidos, pero cálidas . Cada día se paraba allí y los rayos de su curiosidad taladraban el entorno. Algunas veces, un silencio lleno de suspiros y quejidos ambiguos era todo lo que alcanzaba a sentir. Otras, la mayoría, veía a algunas como ella, más atrevidas, entrando y saliendo de sus recintos, muchas con gran agilidad, otras, más suavemente, todas cuchicheando, gritando, riendo, bailando o vociferando. Así fue aprendiendo palabras y más palabras, su contorno, su vehemencia, su objetivo o trivialidad; palabras necias, palabras lindas, torpes, pesadas, mugrientas, afiladas, educadas, inteligentes, mordaces...palabras. Desde su escondite entre cortinas fue analizando,  sopesando y aprendiendo, por supuesto. Y estaban aquellos momentos, algunos llenos de magia y poesía que la hacían tan feliz; otros, para los cuales aún no encontraba calificativos adecuados, como aquellos en que  unos entes fríos o calientes entraban sin pedir permiso a través de su cortina y echaban a andar el mecanismo oculto entre el suelo y el techo que chirriaba, molía, mojaba y hacía desaparecer a los intrusos, y que la impelían a huir, so pena de correr igual destino que los desdichados. Luego venía la calma, una calma sólo interrumpida por el personal de limpieza que dejaba su recinto impecabley oloroso, momento que aprovechaba para dormir, a todo lo largo y ancho de su enorme cama. Eran esos momentos los que aprovechaba aquel galán, que no siempre era el mismo, pero si con iguales intenciones, para introducirse en su lecho, tocarla, envolverla, acariciarla, salir, entrar de nuevo y saturarla de un rocío que hubiera sido desagradable viniendo de otros, pero que de la mano de aquel advenedizo que la enamoraba y subyugaba era profundamente perturbador. Casi siempre al amanecer, el galán se retiraba del todo y ella podía descansar en el gozo del intercambio que la invadía de perturbación y satisfacción .A medida que se hizo mayor, comenzó a tener menos miedo, a salir y a entrar de su recinto, a cuchichear, gritar, bailar y vociferar como las demás. Así conoció también quién era el que entraba a su cama y la conmovía de pies a cabeza, y aprendió a seducirlo, a conquistarlo, a volverlo loco con ciertas carantoñas insinuadas por entre las cortinas.Y con la madurez, llegó la maldad, no supo o no pudo darse cuenta a tiempo de la delgada línea que dividía lo bueno de lo malo, y comenzó a cruzarla, cada vez con más frecuencia, cada vez con mayor acritud, cada vez con mayor alevosía y suspicacia. Se volvió una más del aquelarre de brujas inconformes y chismosas de la ciudad, maldiciendo, perjudicando, blasfemando, criticando y denigrando a todo el que podía. Las cortinas cálidas de su recinto se desgajaron, el galán huyó cuando constató que el engranaje entre el suelo y el techo estaba sucio, carcomido, lleno de huecos negros, fétido, y los entes fríos y calientes comenzaron a provocarle un malestar más allá de todo lo soportable. Ahora no sólo debía huir del mecanismo maloliente y ruinoso, además debía soportar dolor, todo su cuerpo cubierto por una costra blanquecina y dolorosa. Al fin murió, como muere todo lo que alguna vez estuvo vivo y fue bello y termina siendo pura decadencia, y cuando el médico abrió por postrera vez las cortinas de su recinto, quedó anonadado ante el desgaste, la putrefacción y el deterioro de aquella lengua que otrora fuera rosada, bella y cálida como ninguna y terminó siendo el fruto negro de una siembra equivocada.