Confieso que cierto tipo de maldad, me puede. Los seres humanos, todos nosotros, en determinado momento hemos obrado el mal, y es una gran tontería creer lo contrario, dicha suposición sólo entorpece nuestro crecimiento y nos hace, por ende, peores personas. La maldad no siempre es la misma. A veces obramos mal, pensando que hacemos un bien, porque nos ha parecido que la otra opción, la que debimos haber elegido, era demasiado fuerte, desconociendo que sólo la verdad, lo recto, lo decente, es lo valedero. Pero pase, somos seres humanos, repito, falibles, llenos de dicotomías, imperfectos...Incluso la maldad que se obra, en un intento por vengarnos de quien nos ha herido, puede ser hasta cierto punto comprensible, aunque no aplaudida, por supuesto, pero si razonablemente entendida. Sin embargo, hay un tipo de maldad que no tiene parangón, es aquella que se obra por el sólo placer de dañar a otros, sin motivo alguno, calculada con frialdad y alevosía, que se da mucho en personas que, no contentas con haber hundido a alguien, intentan aplastarlo una y otra vez, hasta hacerlo desaparecer. Esa maldad es la que me puede, hasta dejarme sin respiración...y es tan frecuente, que hasta hablar de ello, daña.
Ayer vi por Discovery channel un documental acerca de una comunidad menonita de Bolivia. Esta minorías religiosas suelen vivir al estilo del siglo XVII, sin fluído eléctrico, trasladándose en carromatos tirados por caballos, sin lujos ni adelantos tecnológicos algunos, vestidos de manera muy simple y práctica, descalzos, en la mayoría de los casos. Ellos desean vivir los mandamientos divinos hasta el extremo, son personas buenas, carentes de maldad; viven en casas frescas, amplias, modestamente amuebladas, cuyas puertas y ventanas jamás se cierran, son simples batientes que impiden, quizás, la entrada de zancudos, nada más. A esta pacífica comunidad llegaron personas llenas de maldad que se dieron a la tarea de dormir con sprays a los hombres y niños, mientras aprovechaban para violar a sus mujeres, jóvenes o viejas, así, por el simple placer de sembrar la confusión, el temor, por el simple placer de arrebatarles la paz. Sí, estos son nuestros días, llenos de malhechores de toda ralea, listos para obrar el mal, sólo por divertirse y emporcarlo todo.
No podemos desconocer que el Mal anda "como león rugiente", listo para engullirnos. No podemos creer que es algo privativo de delincuentes, asesinos y ladrones, no. Si no andamos, ojo avizor, nosotros mismos podemos ser la mano que ejecute las barbaridades descritas. A diario oímos de padres asesinos y violadores de sus propios hijos, ya es común escuchar al respecto, y, cabe preguntarnos: qué no hará una persona que atenta contra su propia prole? La mayoría de las veces, y hasta el momento en que nos enteramos, pasaban por ser sujetos respetables, decentes, amables. Entonces, qué sucedió? No cabe otra respuesta: cada día le damos un mayor espacio a la inmoralidad, a la indecencia, a la lasitud, al relativismo. No pasa una hora sin que hayamos cedido otro principio, otro precepto, otra costumbre, a la comodidad de vivir sin que nada nos importe, para que nos dejen en paz y no nos señalen como intransigentes, hasta que desaparezcamos por completo, hasta que no quede ni el polvo de nuestra especie degenerada. Hay remedio? Sí, sí, si lo hay: recuperemos a Nuestro Padre, a nuestro Dios, oremos, oremos, oremos incansablemente para que sean desterradas todas las porquerías de nuestras vidas que se han vuelto tan sumisas a lo deleznable, al mal de frío acero penetrando nuestras entrañas. Pero tienes que involucrarte y luchar, no te puedes rendir, sin importar cuánto te critiquen. El Señor te sigue premiando con el libre albedrío, úsalo como escudo y como lanza, en esta cruzada que, tan sencillo como decirlo, puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte de nuestra especie.